El impacto del estrés sobre la salud física

 

Factores psicológicos en la etiología de las enfermedades médicas

Si bien los seres humanos transitamos realidades complejas y cambiantes que nos demandan permanentes esfuerzos de adaptación, la mayoría de las situaciones por las que rutinariamente atravesamos nos resultan familiares y poco problemáticas. Nos hemos habituado a ellas a lo largo de nuestras historias de aprendizajes. Nuestros cerebros, incansables máquinas de otorgar sentido, han detectado las regularidades de nuestros entornos y, anticipadamente, movilizan recursos en favor de nuestra adaptación sin que nosotros tengamos noticia de ello.

No obstante, en ocasiones, algunas dificultades sobrepasan los recursos ordinarios con los cuales cuenta el organismo. Entramos entonces en un proceso de estrés, esto es, disponemos de recursos extraordinarios para hacer frente a demandas extraordinarias.

Desde esta perspectiva, el estrés no es de suyo algo negativo ni perjudicial para nuestra salud; por el contrario, más bien se revela como un proceso favorable que mejora nuestra performance en circunstancias atípicamente más dificultosas. Hasta acá, todo parece funcionar bien; pero sabemos ya que este cuadro se encuentra incompleto. Entonces, ¿cuándo es dañino el estrés?

Responder a esta pregunta lleva inevitablemente a recalcar la raigambre evolutiva del proceso de estrés. Recordemos que se trata de una respuesta defensiva arcaica que prepara al organismo para luchar o huir. Claro está que los humanos modernos rara vez resolvemos nuestros problemas escapando o luchando físicamente, lo cual torna a la respuesta de estrés algo anacrónica. No obstante, una sobreactivación momentánea y pasajera puede resultarnos útil, mas no si ella se vuelve muy intensa o duradera.

Allí radica la clave del estrés patológico. Se trata de una cuestión predominantemente cuantitativa. El estrés es perjudicial si es crónico, vale decir, si el proceso no se detiene, sometiendo a nuestro cuerpo a un sobreesfuerzo prolongado. Es entonces que afectará negativamente nuestra salud. Particularmente, dos son los sistemas más perjudicados: el cardiovascular y el inmunológico.

El proceso de estrés se inicia cuando nuestro cerebro decodifica una situación como potencialmente peligrosa. En un plano neural esto significa que se activa la amígdala, núcleo que subyace en la parte profunda de los lóbulos temporales de los hemisferios cerebrales y que posee una suprema capacidad de regular las respuestas autonómicas y endocrinas.

En situación de estrés, la amígdala estimula a la hipófisis, también llamada “glándula maestra” por su función de regular a las demás glándulas. La hipófisis genera una cascada hormonal que finaliza con la secreción de catecolaminas (adrenalina y noradrenalina) al torrente sanguíneo. Tales sustancias impactarán en el sistema cardiovascular aumentando tanto la frecuencia cardiaca como la presión sanguínea, reacciones que puestas en la perspectiva evolutiva del estrés, representan una ventaja. De ahí que el sistema cardiovascular sea uno de los perjudicados por el estrés cuando este se perpetúa por largos periodos.

La hipertensión y la taquicardia crónicas son dos consecuencias típicas a largo plazo que, si se suman a hábitos nocivos como el sedentarismo, el tabaquismo o una mala alimentación; predisponen fuertemente al infarto de miocardio o accidentes cerebro vasculares, dos desenlaces fatales característicos del estrés sostenido.

Por lo expuesto, parte del tratamiento del estrés radica en técnicas del control de la activación, como la Respiración Abdominal o la Relajación Muscular Profunda, cuyos mecanismos fisiológicos son antagónicos a los del estrés. De esta manera, el restablecimiento de una respuesta cardiorrespiratoria adecuada a corto plazo, fruto de la respiración abdominal, irá incrementando a largo plazo el equilibrio en el organismo mediante la activación de la rama parasimpática del sistema nervioso autónomo; esto a su vez decrementa el nivel de estrés.

La práctica regular de la relajación provoca cambios estables en el cuerpo, los cuales ayudan a amortiguar futuras situaciones estresantes. En suma, las técnicas de manejo de la activación, entrenan al organismo a reaccionar de manera menos intensa ante los estresores.

Asimismo, como hemos afirmado arriba, el estrés afecta al sistema inmunológico. La misma hipófisis ordena a la corteza suprarrenal que libere cortisol, una hormona que cumple varias funciones en la regulación de la respuesta de estrés. Entre ellos, genera un estado de alerta y vigilia que facilita la atención focalizada en la potencial amenaza, gatilla mecanismos analgésicos y antiinflamatorios por anticipación de posibles heridas en la lucha, etc.

Pero lo que a nosotros más nos interesa destacar es el poder inhibitorio que el cortisol posee sobre el sistema inmune. De alguna manera, se trata de un ahorro de energías pues, en un momento de estrés, resulta más importante defenderse de un peligro externo que de uno interno.

A largo plazo, vale decir, con un proceso de estrés crónico, ello puede conducir a inmunosupresión, consecuencia altamente peligrosa pues deja expuesta a la persona a la proliferación de virus y bacterias. Esto explica por qué en las personas estresadas hallamos tan típicamente manifestaciones difusas como dolores musculares, febrículas, irritación recurrente de garganta, ganglios inflamados, decaimiento, fatiga, cansancio. Todos ellos son síntomas muy similares a los de una infección viral o a sus efectos recientes. No obstante, en este caso, más se deben a la alteración en el funcionamiento inmunológico resultante del estrés.

En consonancia con esto, las hipótesis acerca de la etiología de muchas enfermedades incluyen cada vez más al estrés como un factor causal crítico, con igual o incluso mayor peso que las variables biológicas.

Dado que el estrés constituye un síndrome complejo, con manifestaciones cognitivas, emocionales, conductuales y somáticas; su diagnóstico y tratamiento deberán conducirse integralmente, en todos los niveles afectados.

Los psicólogos clínicos deberíamos estar entrenados en detectar no sólo los signos y síntomas “estrictamente” psicológicos, sino también las señales corporales consideradas tradicionalmente campo de la medicina. Por supuesto, la inversa también vale; esto es, los médicos deberían saber leer las variables psicológicas de muchos trastornos físicos.

En verdad, a raíz del terreno mixto en el que se insertan el estrés y sus consecuencias, su adecuado abordaje impone la necesidad de interconsultas entre profesionales del campo de la medicina y la psicología. Por ello, el conocimiento científico consensuado y actualizado, con la exactitud diagnóstica y la precisión conceptual y lingüística que permitan la comunicación interdisciplinaria, se revelan como herramientas ineludibles. Claro está, la formación de los psicólogos en nuestro medio deja mucho que desear en este aspecto; una verdadera lástima… por los pacientes…

Por: Lic. Ariel Minici, Lic. Carmela Rivadeneira y Lic. José Dahab