Emociones: ¿qué son y qué las dispara?
Desde sus orígenes evolutivos hacia los estados de metaconsciencia
Emoción es seguramente una de las palabras más utilizadas por los psicólogos y otros profesionales de ciencias humanas, así como también por la gente en general. Todos hablamos de emociones y de algún modo sabemos gruesamente a qué nos referimos. ¿Será porque todos las experimentamos? Seguramente sí, en parte. Pero la experiencia emocional de cada ser humano resulta un evento subjetivo, sólo accesible a la propia consciencia. ¿Podemos entonces hacer una ciencia objetiva de las emociones? Cada persona ha experimentado el amor, el miedo, los celos y el enojo; de ahí que todos nos damos una idea fácil y rápida de lo que nuestro compañero de trabajo pretende transmitirnos cuando nos dice una frase como: “estuve muy angustiado anoche porque mi hijo no me contestaba el teléfono”. Sin embargo, si otra persona nos afirma mañana exactamente la misma frase: “estuve muy angustiado anoche porque mi hijo no me contestaba el teléfono”, ¿su experiencia subjetiva es la misma? ¿Y qué tal si esa frase me la dice mi ex pareja sobre su hijo, que también es mío?
La lista de preguntas sobre las emociones fácilmente se multiplica al infinito. ¿Cuántas emociones hay? ¿Cuáles son? ¿Todos las experimentamos igual? ¿Se pueden experimentar varios estados emocionales en simultáneo? ¿Hay personas que son incapaces de sentir algunas o todas las emociones? ¿Por qué y para qué existen? ¿Se pueden controlar las emociones?
Este último es uno de los interrogantes que a la psicología compete responder, uno que mucha gente formula al terapeuta. En efecto, casi todas las veces en que un paciente le pide ayuda a un psicólogo, los motivos principales radican en alguna forma de malestar emocional. De ahí la relevancia de este tema para la Terapia Cognitivo Conductual (TCC).
De entre los miles de interrogantes posibles sobre las emociones, hoy optaremos por un recorrido que se enfoque en las clases de estímulos que las disparan. De este modo, luego de conceptualizar a las emociones como súper-respuestas complejas, recorremos los tipos de eventos que pueden desencadenarlas; desde los más primitivos compartidos por otras especies hasta los procesos de metaconsciencia exclusivamente humanos.
¿Qué son las emociones?
En primer lugar, las emociones son respuestas de los organismos, para nada exclusivas de los seres humanos. Más bien al contrario, existe un cúmulo de evidencia que apoya claramente la idea de que otras especies también experimentan estados emocionales, como cualquier dueño de mascota puede testificar. Entonces, son respuestas o reacciones del organismo, pero con esto no basta. De hecho, los organismos tenemos muchas respuestas, infinidad, a las cuales no caracterizaríamos como emociones. Tomar un lápiz para escribir el nombre de una película, beber un sorbo de café, lavarse las manos son también respuestas pero no emociones. ¿Qué más?
Tal vez lo que mejor caracteriza a las emociones radica en que constituyen patrones complejos y prepotentes. Complejos porque involucran múltiples sistemas, mecanismos y niveles de respuesta; prepotentes porque, de algún modo, toman el control del funcionamiento general del individuo. Las emociones son súper-programas, una suerte de mega-aplicaciones que posee nuestro cerebro. Estas, una vez activadas, reorganizan el funcionamiento general del todo el sistema. Veámoslo con un poco más de detalle. Todos o casi todos las rasgos humanos han sido moldeados a lo largo de millones de años por la evolución, una idea en la cual nosotros solemos insistir, pero tal vez nunca sea demasiado. La teoría de la evolución por selección natural se ha convertido en un marco teórico que ordena y da sentido al desarrollo de cualquier ciencia humana, desde la biología hasta la sociología. Así las cosas, las respuestas humanas, las simples o las complejas, son la resultante de millones de años de evolución. Nuestras pupilas cambian de acuerdo con la cantidad de luz pues ello no sólo mejora la visión, también representa un mecanismo de protección. Las manos son más sensibles que la espalda pues con las primeras censamos la temperatura y dureza de los alimentos que vamos a ingerir o la firmeza de la rama de la cual nos vamos a colgar. Los ejemplos son virtualmente infinitos. Cabe recordar que las adaptaciones humanas, físicas o psicológicas, responden al ambiente ancestral, a la sabana africana y a la caverna, no al confort actual de la energía eléctrica y los teléfonos inteligentes.
Las emociones se convirtieron en grandes ordenadores de todo el organismo frente a situaciones que demandaron una acción coordinada de todos o la mayoría de los componentes.
Naturalmente, las emociones no escapan a los procesos evolutivos, aunque sí constituyen un tipo de adaptación especial, un capítulo aparte que de algún modo asombra aún un poco más. A diferencia de un rasgo que por su función mejora la adaptación y por ende, la eficacia reproductiva, las emociones se convirtieron en grandes ordenadores de todo el organismo frente a situaciones que demandaron una acción coordinada de todos o la mayoría de los componentes. Las emociones se desarrollaron gradualmente como súper-poderes capaces de controlar el funcionamiento completo del sistema porque respondieron a demandas ambientales complejas y frecuentes: la defensa, la supervivencia propia y de la progenie, la preservación de la pareja, el cuidado de la descendencia, la preservación de los recursos en entornos de escasez, la formación de vínculos con pares, entre otros. Cualquiera de los problemas anteriores demanda la acción sincronizada de todos o casi todos los sistemas y mecanismos del individuo; un tal nivel de calibración se alcanza mediante las emociones.
En situaciones de normalidad, cada sistema puede hacer lo suyo sin necesidad de coordinarse demasiado con los demás. Así, un individuo primitivo junta alimento del suelo, mientras lo va comiendo, hace la digestión y sigue juntando, tal vez en una proto-conversación con un par de su tribu, precursora de nuestras modernas charlas de café. Como no hay peligro, mientras come, digiere y conversa, puede embarcarse en conductas exploratorias nuevas y aventurarse un poco más allá de los confines limitados que su grupo conoce. Igualmente digiere, igualmente conversa, igualmente su corazón late normal y respira tranquilo. Sin embargo, ¿qué sucede si, repentinamente, aparece un potencial predador, otro humano, pero uno desconocido? El sistema rápidamente se organiza para adoptar un modo defensivo. Lo que antes parecía un ruido desafinado de un conjunto de instrumentos desentonados, se convierte de inmediato en una sinfonía finamente orquestada; todos los sistemas y mecanismos se alinean para perseguir una meta: la autopreservación. De esta manera, en escasos milisegundos, la información visual del otro ser desconocido viaja desde los ojos por un conjunto de fibras nerviosas, lo cual termina por poner en funcionamiento a centros primitivos de defensa, como la amígdala. A través de un complejo engranaje, esos centros neurales toman el control y de ahí se capitanea un conjunto de cambios de forma finamente coordinada. El corazón late más rápida e intensamente, la respiración se vuelve más agitada, los músculos se tensan, la digestión se detiene y la conducta exploratoria se aborta. Se liberan hormonas que aumentan la fuerza y disminuyen el dolor. La plácida conversación con el par vira hacia el tema en cuestión: “¿será amigable?”. Los procesos perceptivos se agudizan, mientras la atención se enfoca en la potencial amenaza. La cognición deja de fluir libremente para volverse monotemática, focalizada y analítica sobre el potencial riesgo. Los procesos de asignación de significado dan preferencia a sentidos amenazantes, resolviendo las ambigüedades e incertidumbres como señales de peligro. Cambia la postura corporal y hasta la forma de algunos órganos, como los testículos, los cuales se contraen para protegerse de una eventual contusión. Especialmente el rostro adopta una expresión que inequívocamente va a transmitir el estado emocional defensivo al potencial enemigo. En pocas palabras, mientras no había amenaza en el horizonte, cada sistema del organismo podía hacer lo suyo sin preocuparse demasiado por lo que hacía su vecino; pero al surgir un potencial riesgo en el contexto esto ya no es posible. En el nuevo escenario, todos los sistemas se coordinan para cumplir la función principal de defenderse. ¿Y cómo se alcanza una tal sincronización? Pues bien, este es el rol que cumplen las emociones.
Las emociones son respuestas complejas, prepotentes, que se activan ante situaciones específicas y toman el control del sistema entero; se imponen y generan que todos los subsistemas trabajen coordinadamente para un fin.
Las emociones son respuestas complejas, prepotentes, que se activan ante situaciones específicas y toman el control del sistema entero; se imponen y generan que todos los subsistemas trabajen coordinadamente para un fin. De acuerdo con el tipo de reacción emocional de que se trate, algunos mecanismos y sistemas deberán trabajar al máximo mientras que otros deberán ser completamente acallados.
En el ejemplo que dábamos antes, el modo defensivo del organismo requiere la movilización de recursos para el escape y lucha, debido a lo cual la digestión o, incluso, la excitación sexual deberían detenerse pues constituirían un gasto energético elevado que no se alinea con las exigencias ambientales presentes.
Justamente podemos pensar el caso en que otros patrones emocionales (como la alegría y euforia de encontrarse con un potencial compañero sexual) conducen a un perfil diferente de activación y desactivación de mecanismos y sistemas. Observando el caso de un potencial acto sexual, también aumenta la frecuencia cardiaca, respiratoria y la presión sanguínea, pero en lugar de conducirse el flujo de sangre hacia los brazos con el fin de potenciar la fuerza de un golpe, una porción importante se destina a los genitales, órganos que ahora consumirán una elevada parte del gasto energético. Paralelamente, también se potencian los procesos perceptivos, atencionales y cognitivos, aunque en este caso, el foco se pone en la persona con quien se compartirá el acto sexual. Los sentidos involucrados que envían información preferenciada para el procesamiento son el olfato y el tacto, con una menor relevancia de la vista o el oído. En síntesis, la excitación sexual constituye otro mega-programa que opera un control cuasi total del organismo y produce reacciones muy específicas, como la erección peneana o la dilatación vaginal.
Así las cosas, de acuerdo con la emoción de que se trate, asistiremos a diferentes perfiles de activación y desactivación; habrá sistemas operando a todo vapor, otros a media máquina y algunos completamente desactivados.
Y justamente es cuando esto no sucede, vale decir, cuando el patrón emocional dominante no logra calibrar el funcionamiento de los diferentes elementos, que solemos encontrar patologías. Las disfunciones sexuales constituyen un clásico ejemplo.
Para entenderlo desde sus mismos orígenes, figurémonos la escena más ancestral de dos de nuestros antepasados copulando. La fiesta está en marcha cuando, repentinamente, aparece un predador. No hay nada que dudar, el sistema defensivo rápidamente se sobreimpone, neutralizando completamente a la respuesta sexual. La sexualidad, con toda su magia corporal y psicológica, se apaga en escasos instantes. Los penes pierden su erección, las vaginas se secan y contraen. De hecho, las disfunciones sexuales que padecen los sujetos modernos suelen ser causadas principalmente por una reacción de ansiedad condicionada a estímulos sexuales o de su entorno.
Nuevos disparadores a iguales sistemas de respuesta
Ahora bien, los humanos actuales ya no estamos rodeados de predadores ni, salvo algunas tristes excepciones, tampoco vivimos bajo la amenaza crónica de nuestros vecinos. ¿Qué rol adoptan ahora, en la vida corriente, las emociones para los seres humanos? Especialmente, ¿qué las desencadena?
Pues bien, los sistemas creados durante millones de años de evolución se encuentran abiertos a nuevos estímulos, no a cualesquiera, sino, en la mayoría de los casos, a estímulos ambientales externos o señales internas del propio cuerpo que pueden activar los dispositivos creados hace millones de años. Este hecho, el de responder con un cerebro primitivo a los problemas del siglo XXI, trae una larga lista de consecuencias y ha generado mucha discusión en las ciencias del comportamiento. No la vamos a desarrollar acá. Tan solo diremos que ha generado una de las hipótesis psicopatológicas más importantes, denominada “hipótesis del mismatch” (en castellano, esto se traduciría como “hipótesis del desencaje”). Básicamente, afirma que la psicopatología se origina en esta brecha entre la evolución cultural y la evolución biológica; por ser la primera claramente muchísimo más rápida que la segunda.
Las emociones son súper-programas que toman el control del todo el cuerpo. De acuerdo con el tipo de evento al cual representaron una solución, tendremos diferentes temas.
Pero volvamos a las emociones: dijimos que son súper-programas que toman el control del todo el cuerpo. De acuerdo con el tipo de evento al cual representaron una solución, tendremos diferentes temas.
El sistema defensivo primario del organismo, cuyo epicentro es la amígdala, nos prepara para luchar o huir. Es al que nos estuvimos refiriendo más arriba con el ejemplo de la aparición del otro humano desconocido. El patrón biopsicológico de la respuesta de ansiedad o enojo sigue siendo el mismo que hace millones de años, pero ahora la reacción acontece ante la factura de luz o el discurso de un político que vemos por YouTube. Hasta acá, considerando la naturaleza de estos disparadores, uno podría concluir que se trata de una respuesta anacrónica a un estresor auténtico, pues tanto la factura como el discurso pueden constituir una amenaza muy real y objetiva. Aunque, claro está, la mayoría de las aristas del perfil de activación, como el aumento de la irrigación sanguínea hacia las extremidades, resultan claramente ineficaces contra los flamantes estresores contemporáneos. Ahora bien, ¿qué sucede cuando la misma reacción ocurre frente a un recuerdo de la niñez, la imagen de que uno puede enfermar de diabetes en el futuro lejano o la preocupación ante la posibilidad de que, al irme de la reunión, los otros participantes puedan hablar mal de mí? En estos casos, no sólo carecemos de disparadores objetivos sino que podríamos incluso carecer de disparadores ambientales aparentes en absoluto. Alguien que tiene dinero y una familia que lo ama puede angustiarse muchísimo tan sólo pensando que de viejo morirá abandonado en un asilo mugriento. Esto no es una metáfora, todo lo contrario, es lo que frecuentemente se ve en la clínica psicológica: personas que sufren de severas emociones negativas debido a ideas completamente infundadas.
Las emociones son respuestas arcaicas que dependen de estructuras evolutivamente primitivas.
Venimos insistiendo desde el inicio del artículo con que las emociones son respuestas arcaicas que dependen de estructuras evolutivamente primitivas, esto es correcto. No obstante, al llegar la evolución a los seres humanos, al menos a nosotros, los sapiens, ocurrieron importantes cambios. A pesar de que compartimos una amígdala, un hipotálamo y otras estructuras nerviosas muy similares con una rata, un mono o, seguramente, un extinto mamut, también nos diferenciamos de todos ellos pues poseemos una neocorteza asociativa que nos abre infinidad de posibilidades novedosas; posibilidades a las que vamos a subsumir apretadísimamente en dos procesos fuertemente vinculados: pensar y hablar.
La capacidad de representar mediante imágenes mentales el entorno, así como la habilidad de comunicarlo a otros con precisión, otorgó un infinito universo de opciones a los recién llegados humanos. Concedió a la especie una ventaja evolutiva sobre todas las demás, nos convirtió en la especie dominante, un rol que no estamos dispuestos a dejar al menos hasta que hayamos destruido por completo el medio ambiente y ello nos arrastre a nosotros. Pero eso es otro tema.
Desde el punto de vista psicológico, la novedosa habilidad de “representar” abrió también la ventana para un conjunto de nuevos disparadores emocionales, que ocuparán ahora los espacios dejados vacantes por tigres, arañas y las tribus vecinas. Nuestros propios pensamientos, nuestras ideas, mediatizadas frecuentemente (aunque no siempre) por el lenguaje, suelen constituir las materias primas con las cuales se nutren a los atávicos sistemas emocionales cuando se genera patología. Este concepto ha sido desarrollado desde variadas ópticas de la investigación en Ciencias del Comportamiento y, en lo que atañe a terapias psicológicas, ha sido remarcado por las terapias de tercera generación, como La Terapia de Aceptación y Compromiso. En palabras simples, aparecería algo así como un costo que hay que pagar a cambio del cerebro mejorado por una neocorteza: “como tengo un cerebro capaz de pensar, hablar y representarme el mundo, también puedo terminar escenificándome un montón de males que no suceden, pero, al fin y al cabo, sufrir por ellos como si fueran reales”.
Entonces, los súper-programas capaces de apoderarse del control de todo el sistema, las emociones, se activan ahora no sólo por amenazas del ambiente objetivo externo, sino también por las cogniciones, eventos mentales privados. A los efectos del control que las emociones ejercen en los diferentes subsistemas y mecanismo biológicos y psicológicos del cuerpo, poco cambia. Sea por un tigre, por el resumen de la tarjeta de crédito o por imaginar que algún día mi hijo pueda padecer un enfermedad grave; el cortisol se libera en sangre y las vísceras se retuercen. Desde la TCC no tratamos el disparo de estrés ante la aparición de los tigres, pero sí poseemos herramientas para ayudar en el manejo de algunos problemas objetivos como el resumen de tarjeta de crédito y muchas más para los problemas imaginarios, como la enfermedad supuesta de un hijo. Estos, al fin y al cabo, son pseudo-problemas. Solemos decir a los pacientes frecuentemente en terapia: “usted sufre no por lo que sucede, sino que sufre por lo que no sucede”. Pero hay algo más, crítico.
Los procesos de metaconsciencia y el bucle de autoactivación
Resulta que Graciela tiene que hacerse sus controles ginecológicos anuales. Es una mujer joven, de 34 años, sin antecedentes de problemas graves de salud. Graciela tiene mucho miedo a un resultado negativo y, por ende, demora los estudios médicos. Ella ya ha pasado por esta situación otras veces en los últimos 10 años, de ahí es que ella sabe que la pasa mal. No sólo cuando va al médico o efectúa los estudios, sino también mientras espera cualquier resultado. “Yo sé que son días terribles para mí, de miedo y preocupación, no quiero pasar por eso”. Graciela se angustia pensando que tendrá momentos futuros de malestar emocional, es decir, se preocupa porque estará preocupada.
Tal vez este sea el más novedoso de todos los disparadores emocionales que la corteza cerebral ha permitido. En pocas palabras, los humanos no sólo experimentan estados emocionales como muchos otros animales, sino que una parte de ellos se vuelven conscientes, tanto así que esos fenómenos de consciencia pueden ser a su vez nuevos gatillos de una respuesta emocional, de la misma que los originó o de otra. De este modo, podemos entrar en un estado ansioso o de enojo tan solo imaginando que tal o cual situación nos hará sentir ansiosos, enojados o celosos, asimismo nos alegramos ante la perspectiva de un encuentro sexual con alguien que nos atrae. A este fenómeno nos referimos con expresiones como metacognición o metapensamiento, vale decir, pensar sobre el pensar. Aplicada al campo de la patología, solemos hablar de metapreocupaciones, para remarcar el componente ansioso que el pensamiento conlleva.
La metacognición no es de suyo un proceso desadaptativo, en absoluto. De hecho, se trata de una de las características más exquisitas de nuestro cerebro, la posibilidad de mirarse a sí mismo, autoconocerse. Conduce a fenómenos como el autocontrol, el reconocimiento de las propias fortalezas y debilidades, la autovalidación o el autocastigo. En última instancia, permite la construcción de disciplinas científicas como la nuestra, la Psicología. No obstante, como casi cualquier otro atributo, puede desvirtuarse y terminar por ocasionar fenómenos patológicos.
Resulta que las metacogniciones patológicas terminan siendo constitutivas de muchos desórdenes psicopatológicos. Por ejemplo, cuando alguien padece crisis de pánico y agorafobia, suele experimentar un miedo inespecífico cuyo foco se encuentra parcialmente en las sensaciones corporales mientras que otra parte radica en el saber que se va a sentir mal, llámese, ansioso. Algo similar sucede con las personas que padecen TAG; acostumbran preocuparse porque se dan cuenta que se están preocupando o se preocuparán en un futuro. En algunas formas de TOC, las metacogniciones se consideran constitutivas, dando en parte el pie para uno de los fenómenos más definitorios del síndrome: la fusión pensamiento-acción. La lista podría seguir, pues las metacogniciones desempeñan algún papel en casi todo el abanico psicopatológico, pero también en la cognición no patológica, como ya se ha dicho.
En el trabajo clínico cotidiano, encontramos pacientes cuya fuente principal de sufrimiento se vincula con procesos metacognitivos de autoobservación de los propios fenómenos mentales y emocionales. Se trata de personas “obsesionadas con su estado mental”, un tema al cual nos hemos referido en otro artículo de nuestra revista (ver: La Obsesión con el Estado Mental). En pocas palabras, en lugar de focalizarse en los eventos del entorno, estos individuos viran sus recursos atencionales hacia sí mismos, monitoreando excesivamente sus propios pensamientos y emociones, sobre los que generan un cuestionamiento crónico. Estas personas efectúan una revisión frecuente de su propio estado mental, lo cual desencadena un espiral vicioso de autoactivación. En estos casos, la reacción emocional no se debe a un evento ambiental ni corporal, sino a las propias emociones, las cuales son valoradas como una fuente de amenaza. No existe una categoría diagnóstica que contemple este fenómeno como una patología en sí, probablemente se constituya como un proceso transdiagnóstico presente en varios desórdenes.
Síntesis
Hemos seguido el recorrido progresivamente más complejo de los disparadores emocionales.
En primer lugar, conceptualizamos a las emociones como patrones complejos de respuestas que ejercen un control global del organismo, coordinando el funcionamiento de los diferentes sistemas y procesos. La configuración específica que el conjunto adquiere bajo el influjo de los diversos patrones emocionales depende del tipo de problema evolutivo al cual representó una solución adaptativa que potenció la supervivencia y eficacia reproductiva de los individuos. En este sentido estricto, las emociones son reacciones atávicas a problemas que, en su mayoría, hoy no existen. No obstante, los sistemas emocionales se encuentran abiertos a estímulos del entorno actual, aunque el patrón respuesta que se genera no varía de lo que fue antiguamente para nuestros antepasados. Esto frecuentemente genera un desajuste entre el tipo de problema que hoy gatilla la emoción y la forma en que el organismo termina reaccionando. Concretamente, la configuración final del perfil biopsicológico de nuestro cuerpo se encuentra muy lejos de lo óptimo para afrontar los desafíos a los que constituye una respuesta. De esta discrepancia se derivan desajustes de variadas frecuencias, intensidades y duraciones, originando en muchos casos la psicopatología que los terapeutas observamos en el consultorio.
Grosso modo, hemos organizado en cuatro niveles la clase de estímulos disparadores que puede poner en marcha los sistemas emocionales.
En primer lugar, los estímulos específicos para los cuales la emoción en cuestión evolucionó. Así, en el caso de la respuesta de estrés, las amenazas de tipo físico ponen a rodar el circuito defensivo primario de huida y lucha; los estímulos sexuales disparan el patrón específico de reacciones para la copulación. Estos fueron los ejemplos utilizados en el artículo, pero podríamos echar mano de otros. Sólo con fines ilustrativos, mencionemos los celos como un proceso emocional orientado a protegerse de la cópula extra pareja que traiga una descendencia biológicamente no relacionada o la tristeza como emoción que favorece la quietud, inactividad y el ahorro de energía en tiempos de escasez.
En segundo lugar, los disparadores actuales de los procesos emocionales, los cuales se relacionan de manera directa con el significado temático que evolutivamente tuvieron los disparadores históricos. Así, ante amenazas actuales como la pérdida económica o el enojo de un profesor, reaccionamos con el mecanismo defensivo básico de huida y lucha. Ante estímulos como la pornografía, respondemos con un patrón de respuesta propio del apareamiento.
Nuestro recorrido enfatiza otros dos niveles de disparadores emocionales, con especial relevancia para la psicopatología y la clínica psicológica.
El tercero lo constituye la representación imaginaria o verbal de eventos ambientales que no existen pero que, de tener lugar, desencadenarían el proceso emocional. De ahí se deriva que muchas personas puedan activar sus sistemas emocionales sin más que pensar, en ausencia absoluta de estímulos ambientales objetivos. Si bien esto representa una ventaja evolutiva sin precedentes, también abre un novedoso espacio donde las emociones negativas pueden tornarse claramente excesivas, desregulándose y convirtiéndose en problemáticas.
El cuarto y último plano radica en la metacognición, otro rasgo exquisitamente humano que abre ilimitadas posibilidades, pero que también puede convertirse en un disparador de las mismas emociones que la originaron, creando fácilmente círculos viciosos a través de los cuales las emociones se potencian excesivamente, llegando a niveles no alcanzables mediante mecanismos descriptos anteriormente, facilitando así las desregulaciones y las patologías.
Por supuesto, la presente clasificación de disparadores no pretende ser exhaustiva. El estudio de las emociones resulta un campo tan vasto que hoy no disponemos de ninguna teoría unificada suficientemente generalizada y con alcance explicativo para dar cuenta de todo el fenómeno. Así las cosas, cualquier enfoque siempre constituye un recorte.
El ámbito de trabajo de los terapeutas de la TCC ha de considerar el tipo de emoción negativa que caracteriza a los problemas del paciente, tomando en cuenta la temática a la cual originalmente fueron respuesta. Asimismo, habrá de evaluar cuáles son los disparadores y en qué categoría se encuentran. ¿Son disparadores ambientales objetivos? ¿Son disparadores mentales? En este último caso, ¿son representaciones aproximadamente adecuadas del entorno? Ante los cuadros sintomatológicos que típicamente inundan nuestros consultorios, la respuesta a esta pregunta será un rotundo no. La mayoría de las veces, los disparadores imaginarios que gatillan las emociones negativas de pacientes con ansiedad y depresión no tienen mucho que ver con lo que objetivamente sucede en su ambiente. En efecto, en esto radica en gran medida su condición desadaptativa. Hay otra pregunta que el terapeuta deberá formularse: ¿Son disparadores cuyo foco se construye alrededor de los mismos procesos psicológicos? Vale decir, ¿el mismo estado mental desadaptativo del paciente se ha convertido en una fuente que alimenta más procesos emocionales desregulados? En tal caso, tendremos un nivel de patología mayor, que compromete el plano metacognitivo. El plano al cual pertenezcan los estímulos que gatillan las emociones negativas nos guiará hacia el tipo de técnicas a aplicar, así como al contenido al cual dirigir las mismas.
Por: Lic. Carmela Rivadeneira y Lic. Ariel Minici