La autenticidad de las reacciones emocionales
¿Cuánto revelan de nosotros las reacciones de enojo?
Una de las ideas comúnmente difundidas es que una persona enojada, particularmente, cuando está incluso fuera de sí; dice lo que “verdaderamente piensa”, lo cual en otros momentos, cuando está tranquila, bajo un manto de racionalidad y autocontrol hipócrita logra disimular. ¿Cuánto hay de cierto en esto?
Los seres humanos somos una especie muy compleja, en muchos aspectos presentamos una semejanza asombrosa con otros animales pero, al mismo tiempo, llevamos rasgos que nos distinguen como únicos en el concierto de la vida. Hablamos, y esta es casi una de las cualidades que más nos hace humanos. Ahora bien, cuando hablamos, mostramos nuestra parte más humana pero también, frecuentemente, lo que llevamos de animalidad primitiva.
Las personas procesamos información de modo muy diverso, en simultáneo y en paralelo. Sí es cierto que la mayoría de nuestros procesos cognitivos no son conscientes; en efecto, el cerebro realiza muchas operaciones en simultáneo, sin que nosotros tengamos noticia de ello. Así, por ejemplo, al relacionarnos con otras personas, establecemos un vínculo que involucra varios planos de flujo de información, desde uno plenamente consciente y voluntario hasta otros completamente inconscientes, ajenos a nuestra voluntad, pero no por eso menos importantes y menos capaces de producir reacciones emocionales de todo tipo: expresiones faciales groseras y sutiles, tonos de voz, posturas corporales, la ropa que usamos y hasta el olor que emanamos forman parte de la comunicación humana.
Las interacciones sociales con otras personas son un motivo frecuente de consulta en la clínica. Casi todas las personas tienen algún grado de conflicto con sus familiares o amigos y es habitual que los pacientes lo planteen con su psicólogo. Hay algunos casos que están marcadamente signados por este tipo de consulta, como suele suceder con los trastornos de personalidad; en efecto, es una marca distintiva de estos diagnósticos el establecer relaciones sociales afectivas conflictivas. Veamos un ejemplo que nos cuenta un paciente:
“Tengo un amigo que normalmente es amable conmigo, buen compañero. Hace algunos años solíamos salir casi todos los fines de semana pero luego yo me puse en pareja y comenzamos a vernos mucho menos. Mi amigo siguió mostrándose amable, compañero, simpático; lo mismo hizo con mi pareja las veces que la vio. El día de su cumpleaños, yo planificaba verlo, pero tuve un inconveniente de último momento, lo cual me impidió ir. Le avisé muy tarde que no llegaría a la reunión. Al día siguiente, pasé medio sorpresivamente por su casa para saludar. Ante mi sorpresa, me recibió algo serio y cuando le pregunté qué le sucedía, me levantó la voz y me dijo que yo era un ingrato, mal amigo, que lo usé el tiempo que estuve solo y que luego, cuando me puse en pareja, me alejé y lo abandoné. Yo traté de hablar con él, de dar alguna explicación, incluso le pedí disculpas, pero él continuaba con su mal humor; lo cual hizo que yo también me enojara y le dijera que me iba, que seguramente no lo volvería ver. Días luego, mi amigo tomó la iniciativa de buscarme para hablar. Me pidió disculpas y me dijo que ese había sido un mal día, que por favor, no lo tomara en serio. Fin a la historia. Pero ¿qué debo hacer yo? ¿qué debo creer? Si me dijo lo que me dijo cuando estaba enojado, acerca de que lo abandoné, ¿no será que en ese momento estaba siendo sincero y diciendo lo que “realmente pensaba”? Y, contrariamente, ¿no será que ahora, ya más tranquilo, puede volver a disimular y volver a engañarme hipócritamente fingiendo que no piensa mal de mí?
El terapeuta cognitivo conductual debe adoptar una postura racional, equilibrada y no juzgar al paciente. En casos como el narrado, uno puede sentirse rápida y fácilmente tentado de dar una “opinión” sobre lo que el paciente nos cuenta; vale decir, ofrecerle al paciente simple y llanamente nuestro punto de vista sobre el tema, sin hacer uso de los conocimientos de psicología que tenemos ni practicar la empatía con el mismo. Ello constituiría un error. Cuando estamos en el rol de psicólogos, frente a un paciente, “siempre somos el psicólogo”, valga la redundancia, no debemos abandonar nuestra investidura profesional. Con lo cual, deberíamos tomar lo que este paciente nos cuenta como una instancia para ayudarlo a mejorar el manejo de sus relaciones interpersonales. Entre otras cosas, la psicoeducación es una gran herramienta que permite al paciente disponer de información científica para que tome mejor sus decisiones como, por ejemplo, esta que el paciente nos consulta. ¿Qué hacer con su amigo?
Nuestro cerebro produce las emociones negativas con un conjunto de núcleos y circuitos que, sin entrar en complejidades, se denomina sistema límbico. No podemos ni queremos en este artículo tocar detalles finos de las neurociencias de las emociones, así que sólo nos referimos con la mayor simpleza posible a los aspectos relevantes para nuestra discusión. Parte integrante y crítica de este sistema es un núcleo denominado amígdala, encargada de dar un disparo defensivo rápido ante los peligros. El procesamiento de información llevado a cabo por la amígdala es rudimentario, básico, inmediato y, en muchos casos, sin consciencia, especialmente al inicio del proceso emocional. Vale decir que, ante alguna señal de peligro o amenaza, la amígdala inicia una reacción defensiva de tipo primitivo (escapar o agredir), la cual típicamente se arranca con poca o ninguna consciencia y voluntad. Normalmente, nos vamos tornando conscientes de la reacción cuando esta ya está en marcha y ya ha alcanzado cierta intensidad pero, a veces, ya cuando es demasiado tarde.
En condiciones normales, gracias al aprendizaje, la educación y la cultura, hemos logrado “domesticar” la reacción emocional primitiva que nos haría gritar, insultar o incluso agredir físicamente cuando nos sentimos atacados o, simplemente, cuando nos frustramos. Acá hay un punto importante al cual retornaremos: la frustración es fuente de enojo. Pero volvamos al control de la reacción emocional exagerada. La parte más evolucionada de nuestro cerebro, la corteza prefrontal, tiene fuertes y múltiples conexiones con la amígdala; digamos que hay circuitos que comunican ambas zonas en las dos direcciones, la información viaja de uno a otro sitio constantemente. Una de esas vías sale de la corteza frontal e inhibe el funcionamiento de la amígdala, o lo modera, en circunstancias en las cuales el enojo intenso no sería adecuado. Opera, por ejemplo, cuando en una reunión alguien llega tarde y nos hace perder el tiempo; inhibe nuestro enojo, lo regula, especialmente en su expresión. De este modo, al que llegó tarde, tal vez simplemente lo miramos serio y le decimos “Tarde, ¿qué pasó? Vamos a apurarnos porque ya perdimos tiempo”. Punto, seguimos adelante, la corteza prefrontal filtra parte de la reacción y la manifiesta de acuerdo con pautas culturales adecuadas; se llama asertividad.
La corteza prefrontal es una parte evolutivamente nueva en nuestro cerebro, lo cual significa que, en los miles de años de evolución de la vida en la tierra, apareció relativamente hace poco en los seres humanos. Otras especies carecen completamente de ella o, a lo sumo, muestran algún sistema embrionariamente parecido como, por ejemplo, otros primates no humanos (monos, gorilas). Lo que sí está claro es que el desarrollo y complejidad de esta área alcanza en los seres humanos niveles no vistos en otras especies. Las funciones de la corteza prefrontal son muchas, entre ellas, el pensamiento racional y reflexivo, las funciones ejecutivas, resolver problemas complejos, calcular las consecuencias de mi comportamiento en el largo plazo, planificar a largo plazo; en otras palabras, las funciones más exquisitamente humanas, más delicadas y sutiles; mucho de lo que nos hace especiales, diferentes y seres humanos, radica en la corteza prefrontal. Ni que hablar, no todos son piropos para esta zona del cerebro pues seguramente aquí también surgieron los planes más macabros de la humanidad en la mente de genocidas y dictadores, quienes supieron hacer finos cálculos para potenciar la eficiencia de una máquina o estrategia para matar. La corteza prefrontal es el hardware, la base física capaz de hacer procesamientos muy finos de información; los contenidos concretos con los cuales se llena son otro asunto, el cual dependerá de una larga lista de factores.
Volvemos entonces. Así las cosas, la amígdala dispara muchas veces reacciones defensivas y la corteza prefrontal las regula. La corteza prefrontal crea un filtro que da paso sólo a algunos contenidos y, particularmente, a algunas intensidades de los contenidos. La corteza prefrontal es la base del autocontrol de las emociones gracias a su capacidad de reflexionar e inhibir respuestas emocionales desbordadas. Pero como todo, a veces, falla…
La corteza prefrontal puede fracasar por muchos motivos en su capacidad de regulación emocional. Hay factores circunstanciales como la abstinencia de sueño o la ingesta de alcohol; otros son más específicos como, por ejemplo, el estrés sostenido. El estrés crónico no sólo debilita algunos circuitos frontales sino que aumenta la labilidad de la amígdala para disparar, con lo cual, actuando por ambos frentes, es uno de los factores más típicamente encontrados en los episodios de desborde emocional. Por supuesto, también hay quienes, por su personalidad, llevan una dificultad para que su corteza prefrontal regule sus emociones; se trata de personas que padecen algunas patologías llamadas trastornos de la personalidad y, justamente, los tratamientos apuntan, entre otras cosas, a reforzar los circuitos de autocontrol frontales para establecer nuevos patrones de interacciones sociales.
¿Y la amígdala y toda la orquesta del sistema límbico, qué papel ocupa? Pues, de modo muy sencillamente dicho, se trata de un juego de fuerzas. Cuanto más fuerte, rápida y frecuentemente dispare la amígdala, menos probabilidades habrá de contener su reacción. Otra vez, un conjunto de factores muy amplio tiene capacidad de facilitar el disparo de la amígdala. Entre ellos, ya mencionamos el estrés. También existen diferencias individuales, hay personas que poseen un sistema defensivo más susceptible; lo cual en términos de su personalidad se corresponde con un área llamada Neuroticismo. La forma en que toleramos y manejamos la frustración es una de las características más importantes en relación a la probabilidad de desbordarnos emocionalmente. La frustración es la diferencia entre lo que esperamos y lo que recibimos, pero muchas veces sucede que no tenemos lo que queremos y esperamos, incluso, cuando ello es justo. Hay personas que producen fuertes reacciones de enojo ante la frustración, las cuales no resultan fácilmente controladas por la corteza prefrontal.
Entonces, por un lado, tenemos un sistema defensivo primario, que produce reacciones emocionales negativas de variadísima intensidad, desde leves y casi imperceptibles hasta fuertes tormentas de ira. Este es un circuito que compartimos con casi cualquier otra especie animal medianamente compleja en el planeta, lo poseen ratas, perros y comadrejas. Por otra parte, los seres humanos poseemos una zona denominada corteza prefrontal, asiento de la racionalidad y reflexión, exclusivamente humana; entre otras tantas cosas, esta área se ocupa de regular los desbordes emocionales de la primera. Pues bien, ¿cuál de las dos es más representativa de lo que es un ser humano? ¿La más animal, la más básica y primitiva o por el contrario, la más distintivamente humana? O tal vez, ninguna de las dos, sino el punto de equilibrio que, en cada uno de nosotros, adquieren estas dos fuerzas. De hecho, la grandísima mayoría de las veces, el cerebro actúa como un órgano integrado, que no permite visualizar esta escisión en el procesamiento de información emocional.
Entonces, ¿cómo intervenimos frente al pedido de nuestro paciente, quien no sabe cómo reaccionar con su amigo?
En primer lugar, nos vamos a refrenar de dar una respuesta rápida, una simple opinión basada en lo que a nosotros nos gusta o nos parece. Contrariamente, vamos a tratar de practicar la empatía, procurando pensar de una forma similar a como suele hacerlo nuestro paciente. Luego, podemos proceder con psicoeducación, explicándole al paciente lo que desarrollamos recientemente en el artículo, adecuándolo a su nivel de entendimiento. Finalmente, podríamos utilizar una estrategia de solución de problemas, valorando pros y contras de mantener o cortar la relación con su amigo. La decisión la tomará el paciente, no nosotros, nosotros lo ayudamos en el proceso. En casos como este, sucede que el paciente nos pregunta: “¿entonces, vos, con todo lo que me explicás, me estás diciendo que mejor no le dé importancia a lo que pasó y que siga siendo su amigo?”. Una respuesta probable por parte del terapeuta sería “no, yo no te digo eso, yo te doy información que tal vez vos no conocías y te ayudo a valorar algunos aspectos de la situación; pero creo que la decisión de qué hacer concretamente, es tuya”.
La psicología aporta conocimiento acerca de cómo y por qué actuamos como actuamos, nos ilumina en los procesos básicos involucrados en la formación de nuestros actos, desde los más cotidianos como saborear una comida hasta los más sublimes como aprender a querer y perdonar. Este conocimiento puede otorgarnos mayor calidad de vida y, en el caso particularmente discutido, relaciones humanas más sanas, respetuosas y recíprocas.
Por: Lic. José Dahab, Lic. Ariel Minici y Lic. Carmela Rivadeneira